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El reloj de arena


El arena bajaba lentamente por el orificio de cristal. Elena miraba el reloj de arena con una atención anormal.  Ricardo la miraba a ella, recostado sobre la pared, impaciente. Los minutos transcurrían como humo entre los dedos, ellos esperaban  en el salón creyendo que el tiempo no podría ir más lento. Elena se levantó de su asiento, dio la vuelta al reloj y se paró frente a la ventana. Ricardo se sirvió una copa de vino, se sentó en el sillón. Elena volteó hacia el reloj de manecillas. No va a llegar, ya pasaron casi dos horas. Vendrá,  dijo él, tiene que hacerlo. ¿Y si no? Pues nos vamos sólo tú y yo, ése es el plan. Elena vio la luna reflejándose en el cristal del  auto que los esperaba afuera, sintió un escalofrío fugaz recorrer su cuerpo, le temblaron las manos. tengo un mal presentimiento.  Sólo unos  minutos más. El viento comenzaba a erizarle los sentidos. Ricardo vació la copa y salió de la habitación. Elena vio una sombra junto al auto y se sintió aliviada. La sombra entró a la casa, abrió la puerta de la habitación, detuvo el  reloj de arena y se acercó a la mujer por la espalda. Elena no pudo gritar. Ah, llegaste. Sí, justo a tiempo, como lo planeamos. Ella no sospechó nada. Perfecto, ¿me sirves una copa? Ricardo tampoco  supo cómo su cuerpo terminó abandonado junto al reloj de arena.

(Cuento embriagante en una botella, 22-05-12)

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