Eran las doce de la noche, yo, sentada frente a mi computadora con las manos atadas al teclado por una fuerza magnética, calculaba mis palabras con suma precisión. Tenía que decirte exactamente lo que quería y lograr con ello el efecto que buscaba. Tenía que asegurarme de que al leerme pudieras ver en mis palabras exactamente lo que yo me había propuesto expresarte, aunque fueran eufemismos vanos. Empecé a escribir. Las palabras fluyeron como suelen hacerlo, sin reparos. Mi mente avanzaba veloz entre los recovecos de mis sentimientos ocultos. Ellos gritaban eufóricos arrebatándose la palabra los unos a los otros como si pudieran mis manos describirlos tan rápido como aparecían. Y así se me fueron las líneas, corriendo e hilvanándose con hilos de pedacitos de piel que se queda como huella de lo que una vez fue.
Me detuve, releí.
Mira, tengo que admitir que debí decirlo antes, debí hablar cuando tenía las palabras en la boca en vez de engullirlas y olvidarlas. Quizá ahora sea tarde, la verdad es que no importa. En serio, no importa. No me importa si tú piensas que es a destiempo, si crees que lo que digo hoy no vale, si piensas que antes hubiera sido mejor. - Así empezaba la carta -. Tengo que serte honesta, no porque lo merezcas de alguna forma, sino porque lo necesito. Me da igual si después de que me calle te levantas y te vas sin decir palabra, preferiría que lo hicieras, que me dejaras pensando "se lo dije y punto". Todo esto es para mí, una opción totalmente egoísta de mi ser. - Te quedaste mirándome mientras leías -. Y bueno, aquí está... - Desenrredé mis erráticos pensamientos para ponerlos lo más ordenadamente posible. Te miré durante todo el proceso, esperé tranquilamente hasta que llegaras al punto final y dije: no me tires a loca porque siento tu sarcasmo.
Me levanté de la silla, pagué por mi café y no te he vuelto a ver desde entonces. Ojalá estés bien.
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