Me tuvo cautiva por tres días y tres noches, en la penumbra del salón, con sólo una pequeña lámpara alumbrando a sus herrumbradas palabras. Lo leí y lo leí como si mi vida terminara con el punto final de su última oración. Me habló de celos, de amores sin barreras y de pasiones fugaces. Le creí cada palabra. Ilusa. Le tuve paciencia durante sus cavilaciones descriptivas, mientras él intentaba recordar cómo era qué, yo seguía sus desvaríos con las pupilas.
El sillón me hizo un espacio entre el frío del salón. Los libros de los estantes me hablaban, buscaban engatuzarme con sus títulos pomposos y sus autores renombrados, esperanzados en que dejara mi cárcel de letras para atiborrarme de ellos. Todos ellos. Sus susurros no causaron mella en la fascinación de que era presa. Sus desgastadas páginas pasaban como olas, una a una en cuestión de instantes. Pequeños instantes. Me bebí los capítulos, hasta el último. Quedé hipnotizada por la soltura de su narración y el desprendimiento de sus imágenes, que se reformaban frente a mis ojos.
Las paredes me miraban con envidia. Yo poseía la última pieza del puente entre realidad y ficción, podía cruzarlo gustosa a mi voluntad. Sentí el vacilar de las sombras de las cortinas sobre mis hombros, como queriendo leer por encima de mí, esperando comprender lo que yo veía.
Por tres días y tres noches comí, bebí y viví en ese salón desierto de realidad. Embebida en una situación ficticia que sólo mi mente alcanzaba a comprender. Quien vino a verme pensó que había enloquecido y quiso hablarme de banalidades. Respondí interjecciones, monosílabos, sin alzar nunca los ojos de mi mazmorra de papel. Creyeron que no volvería en mí, que me había perdido en el laberinto de la novela y era demasiado tarde para traerme de regreso. Nadie sabía que yo registraba todo eso como un universo paralelo al de mi lectura.
Se acabó. Ese punto fue el último de sus anagramas. Se acabó. Levanté la mirada hacia la ventana que anunciaba la madrugada del día cuarto. Tomé el vaso de agua que habían dejado junto a mí unas horas antes, bebí hasta el fondo. Deposité el libro en el anaquel que le correspondía, junto a sus hermanos de autor. Miré a quien me esperaba dormida en el sillón contiguo, besé su frente. Me despavilé por unos minutos, estiré las piernas, ejercité los brazos y me aseguré de que todo a mi alrededor hubiera permanecido casi intacto durante mi ausencia. Comí, había fruta en el escritorio frente a la ventana. Observé al sol subir despacio por el horizonte y volví la vista hacia los libros que me susurraron las noches anteriores.
Me esperaba impaciente, se revolvía entre sus compañeros, me miraba diciéndome: "léeme, ¡léeme!" Llevaba días incitándome y yo por fin volteaba a verlo. Su título me cautivó, "Pieza única". Me decía que sus partes no eran tales, que lo leyera como quisiera, que me saltara palabras, que me daría todas las pistas si yo simplemente me dejaba llevar. Él era más joven que mi amante anterior, mucho más joven. Lo tomé entre mis manos y regresé al sillón. Me acomodé de una forma distinta, cada lectura amerita una postura distinta. Mis ojos empezaron a navegar entre sus brazos de letra.
- La perdimos de nuevo... al menos comió algo y cambió de postura. No parece que vuelva pronto. Me quedaré cerca, no te preocupes. - Mi vigilante colgó el teléfono con resignación, acarició mis cabellos revueltos y besó mi frente. - Cuando vuelvas a pararte, date un baño.
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