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El cuento de la mujer de las mil caras

Había una vez un reino muy lejano, gobernado por un rey de tez oscura y ojos almendrados, sonrisa tranquila y voz grave. Era un reino tranquilo, muy tropical, lleno de colores y figuras distintas, de plantas y animales exóticos. Todos vivían felices en medio de una fiesta perpetua. El rey miraba a todos desde lo alto de su palacio, un palacio hermoso de maderas aromáticas y telas coloridas que estaba plantado en la copa de un árbol muy alto. La gente veneraba a su gobernante por ser justo y agradable, lo seguían a toda costa. En este pueblo no se recordaban las guerras, se cree que nunca hubo alguna.
A las ocho de la mañana comenzaba el día, justo cuando el sol subía por los árboles de la selva y el calor comenzaba a dorar las pieles de las personas. A las doce del día, cuando el calor húmedo se volvía insoportable, la gente se daba un tiempo para el ocio, algunos leían, unos dormían, otros jugaban juegos de mesa. A las nueve de la noche se acababan las actividades laborales, pero comenzaba la fiesta, niños, jóvenes y adultos salían a las calles a convivir entre ellos en medio de un gran jolgorio.
A lo lejos, en medio de la selva, había una gran casa cerca del río. Hecha de maderas oscuras y hojas de palma. Era una casa con pocas ventanas y sin terraza alrededor - como eran todas las otras -. Pocas veces se había visto a la habitante de la casa, venía todos los miércoles al mercado a intercambiar cocos por tomates, telas de colores por frutas y maderas por cacao. Nadie reconocía su rostro, pero todos sabían qué compraba. La complexión de la mujer no era difícil de reconocer, era delgada, un poco más alta de lo común, de piel clara, tostada un poco por el sol. Su nombre era impronunciable, nadie lo decía.
Al rededor de las once, miércoles con miércoles, ella venía con su canasta de mimbre llena de cosas para el intercambio, recorría los puestos del mercado observando de cerca cada producto. Lo único que no cargaba con ella era la madera, dejaba unos pedacitos con los mercaderes y ellos iban a su casa a recoger los paquetes. Salía a veces por las noches, venía en los días festivos y celebraba con todos desde alguna penumbra casi invisible. Los niños la veían con miedo, la llamaban bruja y contaban de ella las peores historias. La verdad de ellas, sólo ella y el rey la conocían.
Un miércoles de verano, cuando el calor era más recio que en otros años, ella no vino al pueblo. El rey, quien todo lo veía desde su palacio, se dio cuenta y se preocupó. Él sabía que ella era importante para su comunidad, aunque a nadie más había dicho porqué. A las once y media mandó a traer a un guardia.
- ¿En qué puedo servirle, señor?
- Ve al pueblo y pregunta si alguien ha visto a la mujer de la casa en la selva, pregunta por todo el mercado si es necesario y ven pronto a decirme qué has aprendido.
- Sí, mi señor, volveré enseguida.
El rey pudo ver a su guardia pasar de puesto en puesto preguntando por ella. Lo vio volver. Tenía la esperanza de que le dijera que se había equivocado y ella sí había venido al mercado, pero no fue así.
- Nadie la ha visto, mi señor... ni los niños que juegan en las afueras la han visto pasar.
- Hum... es muy extraño que no haya venido.
- ¿Desea que hagamos algo, señor? ¿Ir a verla, quizá?
- No, nadie debe molestarla si ella no viene a nosotros... así son las reglas.
- Sí, mi señor.

Las semanas pasaron y la mujer no venía. Las consecuencias empezaron a notarse sin que los aldeanos se dieran cuenta de la causa. Las bajas en las cosechas se las adjudicaron al calor incesante del verano. La reducción de la caza y la pesca se debían a que los cazadores y los pescadores se cansaban más fácil con el sol.... y así, cada uno de los problemas que comenzaban a causar estragos en el pueblo eran por el clima, nadie entendía su inmediata relación con la desaparición de la mujer. La preocupación empezaba a notarse en el rostro del rey, había perdido su sonrisa serena. Su reina se preocupaba, acariciaba sus cabellos rizados y le susurraba al oído que se tranquilizara, su gente podía salir de la crisis como siempre lo hizo.
- No entiendes lo que pasa, mujer... es ella, todo es culpa de ella...
- ¿Culpa de quién? - le preguntaba mientras acariciaba su cabeza recostada sobre las piernas de alabastro de la reina.
- De la mujer de las mil caras... la mujer de la selva... Nunca te he contado su historia, pero fue ella quien me hizo rey.
- ¿De qué hablas? ¿Cómo es que ella te hizo rey?
- Verás... - su voz gruesa abarcó las paredes del cuarto mientras contaba la historia.

Hace muchos años, antes de que te conociera, yo era un joven guerrero, apenas un aprendiz. Ella también era joven, o así lo parecía. Se acercó a mí un día que yo nadaba contracorriente, me miró desde la orilla y me habló.
- Tienes un gran futuro frente a ti. - Me dijo con una voz dulce como fruta de verano. - Dentro de poco tendrás la oportunidad de destacar en batalla, el pueblo de la montaña desea nuestras tierras, necesita nuestras cosechas. Ellos vendrán y querrán tomarlas a la fuerza, tú los detendrás y yo te ayudaré a hacerlo.
- ¿Quién eres? ¿Porqué debo escucharte? - Respondí saliendo del agua para encontrarme con ella.
- Mi nombre no importa ahora, lo sabrás más adelante. Lo que importa es que detengas la guerra o enfrentes la batalla...
- Eres la mujer que vive en lo denso de la selva, la que nadie conoce.
- Sí, esa soy yo. Te diré de mí todo lo que quieras saber si aceptas escucharme y seguir mis consejos.
Mi intuición decía que podía confiar en ella y que debía escucharla. Me pidió que la acompañara a su casa y lo hice. Nos detuvimos en la puerta, ella entró y sacó un libro de pastas gruesas de madera y cuero.
- No suelo tener visitas, ni tomar el sol, perdonarás la falta de muebles aquí afuera... Dicen que soy bruja porque he aprendido a leer las estrellas y a escuchar a la selva, he entendido al aire, al agua, a la tierra y a los animales. Todo lo que sé ahora, lo he aprendido en los libros que heredé de mi madre y ella de la suya. Ahora tú debes aprenderlo también.
<< Nuestro rey está muy enfermo y morirá pronto sin dejar herederos, la guerra vendrá entonces. La gente de la montaña tiene ya sus espías entre nosotros y buscarán atacar en el tiempo de duelo. No debes permitirlo. Habla con el rey y adviértele lo que te he dicho, adelántense al ataque. Luego ve con los de la montaña, negocia con ellos, si lo haces bien, evitarás la guerra y serás coronado antes de que nuestro gobernante muera.
Me dio el libro, me dijo que no volviera a casa hasta haberlo terminado, que permaneciera en la selva hasta acabar y regresara con ella después. Pasé cuatro días y tres noches entre los árboles. (Continuará...)

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