¿Alguna vez has sentido que te roban el sueño? Estás plácidamente navegando los mares de oriente en un barco pirata, o caminando errante por el bosque de niebla, o comiendo un helado sentado en el parque como cuando eras niño y, súbitamente, un pedacito desaparece, uno de los forajidos que navegaba contigo se desvanece cuando está por pillar algún tesoro, un árbol se convierte en un espacio vacío o tu helado favorito se queda sin sabor.
¿Te ha pasado? A mí, sí.
Una vez, después de haber comido y bebido con la familia, me recosté a tomar una siesta. Estaba en una playa, caminando a la orilla del mar, escuchando las olas. Mi hermana gritaba mi nombre desde el otro lado. Yo corría con una vara en la mano, escribiendo cosas en la arena que el agua se llevaba consigo. Ella me gritaba cosas aún cuando los sonidos empezaron a desvanecerse con el viento, se perdieron. Las olas, los gritos, los pasos en la arena, todo se perdió.
Recuerdo que mi abuelo, Papá Ceniza, lo dijo muy bien: cuando más duermes, cuando más sueñas y menos te lo esperas, vienen los Shh... (ya nadie dice su nombre), y te quitan un pedazo de sueño para alimentarse de él, se lo llevan a nadie sabe dónde y lo abandonan con otros cachitos que han ido quitando de otros sueños, todos viven ahí, en ese lugar que nadie conoce pero que todos sabemos que existe.
Papá Ceniza tenía razón, ese día llegaron los Shh... (no diré su nombre) y me quitaron el sonido, se lo llevaron a vivir entre pedacitos de subconscientes alternos que sólo salen a relucir cuando Morfeo los invoca.
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