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El funeral de la mujer verde (2a parte)

La chica de la gorra había advertido al nieto gigante, lo seguía con la mirada mientras el hombre azul intentaba acaparar su atención, "amigo, tengo que irme, qué bueno verte". "Ahora se para y se va, se olvida de mi y pasa al siguiente hombre de su color favorito, yo soy sólo amigo, de ella, de Rojo, de todos...", se quedó sentado pensando, viendo las montañas a lo lejos. La mujer de la gorra había regresado a su auto para poner la radio, el nieto gigante volvió entonces, se paró al lado de ella y juntos se pusieron a cantar y a bailar al son que les tocaba la primera estación que encontraron. El hombre azul sacó de su saco una licorera plateada y la alzó, "por la mujer verde", empinó su contenido directo a la garganta y se acostó en la tierra.
"Nadie sabe nada, nadie ha visto nada... todo lo que saben es que estamos parados a mitad de la nada sin señal alguna de alguien que sepa algo", "ironías de la vida, madamoiselle", "deja tu pose de intelectual para otros, Rojo, a mí me da lo mismo", "a todos les da lo mismo, no soy por ustedes, soy porque quiero ser, por mí y no es pose... así soy, ¿quieren que me disculpe o les pida permiso? no, no, así no es la cosa, el amigo sólo bebe sin permiso de nadie y los ojos ajenos le dan igual, así yo... soy intelectual por gusto y hablao como me viene en gana porque quiero y puedo, sé cómo hacerlo, qué más da demostrarlo, no pido que me entiendan, ni que les importe mi cómo, sólo que sepan que si me estiman es, en parte, porque soy intelecutal", la mujer de negro lo miró de reojo, "sí, bueno, como quieras...", dio tres pasos hacia un lado y se agachó para observar a una tortuga de tierra que caminaba lentamente sobre el asfalto caliente, "quién como la tortuga, a ella no le da por hacer largos monólogos de justificación existencial, ni le importa lo que otros digan de ella, ella sólo va y viene a su antojo, por instinto o no, pero siempre sin cuestionarse el por qué, quién como la tortuga", "tú lo has dicho, quién como la tortuga".
K se había perdido, platicaba con un señor de un auto lejano e intentaba volver pero era demasiado tarde, sus tribulaciones sobre el origen de la larga fila de carros le habían obligado a perderse. K deambulaba, como en un sueño sonámbulo, caminaba entre gente y máquinas pidiendo a gritos sordos un trago de agua que calmara su sed repentina, pero nadie entendía su lamento. K se tambaleaba como borracho, iba y venía en ondas, sus pies caminaban por inercia. El océano-carretera se había secado en la mente de K, ahora inundada por un ancho y profundo desierto de montañas de arena interminables, de tierra fina y roja reflejante del sol en toda su anchura. El hombre azul vio a K en la distancia, quizo pararse e ir a su encuentro, pero sus piernas alcoholizadas lo obligaron a permanecer sentado, K vagaría en soledad por un rato más hasta dar con el auto correcto y la botella de agua que Rojo siempre guardaba en su interior.

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