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Un día con M.

Ayer estaba tranquilamente sentada en la banca de un parque, había decidido tomar el sol y terminar de degustar el último libro de la serie que estaba leyendo, cuando mi teléfono sonó. Lo dejé sacarme de mi libro después de haber terminado el párrafo. Miré la foto de la pantalla y la leyenda: M. Disaires. Supuse que era mejor contestar, a M. no le gusta que la deje esperando demasiado tiempo en el teléfono. Fue una llamada rápida, casi fugaz. M. quería decirme que llega mañana en la tarde, por favor, ve por mí, no sé aún cómo llegar a tu casa. Y, bueno, en esta ciudadsota de miedo, nadie sabe llegar a mi casa más que yo, respondí. Nos reímos. Colgamos. Se acabó, me dije, el sol es hermoso, el día está fantástico para andar al aire libre y el libro ahora se siente como una prisión helada en otro mundo. No quiero sentir frío innecesario. Así que me levanté, guardé el libro en la bolsa y emprendí el camino a un lugar indefinido.

M. llegó hace unas horas. Fui a buscarla al aeropuerto. Ahora que las cosas han mejorado en la comuna Disaires, ya se puede dar el lujo de viajar en avión, pero sólo de vez cuando, como ella dice. Después de un interesante trayecto en transporte público, llegamos a casa. Había dejado las cortinas abiertas para que el sol entrara por el ventanal gustosamente, dejé unas flores en una botella de vino vacía al centro de la sala y me ocupé de que todo estuviera en su lugar. A M. le gustan las cosas ordenadas y a mí me gusta que M. esté contenta. Le dejé mi cuarto, por supuesto. Ella se acomodó como más le gustó mientras yo hablaba por teléfono con algunas personas, cuestiones de trabajo.

Algunas nubes comenzaban a opacar los rayos del sol. Quizá mis planes tendrían que cambiar. A M. eso no le importaba en lo absoluto, ella tenía bien resuelto lo que quería hacer en la ciudad. Tengo que conseguir unos libros para R. y C., me había dicho, quieren que les compre algo que puedan leer en las vacaciones, ¿tienes alguna idea? Yo le había recetado una lista de autores y títulos que me parecían adecuados para sentarse frente al mar a leer por horas contínuas. M., R. y C. habían acordado un presupuesto y con eso debíamos conseguir tantos libros como pudiéramos. M. y yo iríamos a cazar... a pescar en el inmenso mar de las librerías. Con un poco de suerte daríamos con esas ballenas que tanto nos interesaban a precios de remate. ¿Quieres salir ahora?, dije, ¿tienes hambre? Comamos algo antes de salir, respondió M.

Dos botellas de cerveza, unas galletas, queso, aceitunas, jitomate con limón, manzanas y peras... Nos tomó casi una hora de plática terminar con el refrigerio y disponernos a salir. Caminamos a la terminal más cercana y abordamos un tren. El Museo de Arte era la primera parada, una exposición de artistas franceses había llamado nuestra atención. Anduvimos un ratote entre Monets, Manets y Renoirs, nos sentamos frente a un Gauguin que nos quitó el aliento y nos estuvimos calladas por un par de minutos antes de que una señora, nada agradable, se acercara con el celular en la mano. La mujer peleaba con una chica del banco, a toda voz, sin importarle las maravillas que se sentaban sobre las paredes frente a ella, hablaba de trivialidades con la pobre señorita que recibía regaños sin que le quedara de otra. Su voz chillona nos ahuyentó de los colores fantásticos que nos habían seducido minutos antes. Nos alejamos casi corriendo de ella. Hay personas en el mundo que no deberían tener entrada a los museos, y esa era una de ellas, dije. Deberían prohibir los celulares acá adentro y pedir silencio absoluto, dijo M. en voz alta. La señora escuchó, seguramente, y lanzó una mirada reprobatoria hacia donde estábamos. Yo sonreí y la miré retadoramente, la señora siguió de largo.

Salimos del museo con las almas ligeras, contentas. Ahora sí teníamos hambre y era imperativo encontrar un lugar bueno para comer. M. gusta de las comidas vegetarianas, y como ahora a la comuna Disaires le está llendo bien, resolví llevarla al restorán tailandés de la calle principal. Nos sentamos en una mesita de afuera. Junto a los platillos de sabores exóticos con tofu y los fideos de arroz, degustamos una conversación sobre mis últimas hazañas. Le conté a M. mis peripecias para publicar algunas fotos en una revista, los malabares que tuve que hacer para que un editor le echara al ojo a mi libro de cuentos y las artimañas de las que me valí para conseguir los permisos del festival que mi amiga está armando. M. se mostró contenta y complacida de que las cosas no fueran tan mal. Mi único problema eran las clases de latínitalohispano que estaba tomando en la universidad, no entendía ni j de las declinaciones y el maestro ya estaba desesperado con mi falta de atención. Pero, bueno, creo que este semestre será más sencillo, nos están dejando llevar tablas de declinaciones, dije. Nomás no te vayas a confiar, respondió M., te las tienes que aprender de todas formas, eh. Y vaya que sí... ni modo, quería estudiar latínitalohispano...

Se acercaba el momento de los libros. Nos levantamos después de pagar la cuenta y dirijimos nuestros pasos a la calle de Libreros. Estábamos tan cerca que ya podía oler la humedad de las páginas viejas. "El dragón gris" fue nuestra primer víctima, saltamos entre sus estantes con los arpones listos, buceamos entre sus títulos sin encontrar nada de interés. "La segunda vuelta", "Aldonza", "La pata de palo", "Didascalias"... navegamos por mesas repletas de volúmenes viejos y nuevos, babeamos por miles de ejemplares que hacían falta en nuestros estantes y retacamos las bolsas de cuanto pudimos encontrar. Una vez que el botín estuvo completo, zarpamos de vuelta a la jungla de asfalto. 

Recordé un lugar maravilloso para tomarse una relajante cerveza después de un ajetreado día de placeres. Nos dirijimos al Callejón. Un bar pequeño, a media luz, con música de jazz nos esperaba taciturno. Dos tarros de cerveza de barril, oscura, espesa y espumosa nos sonreían desde la mesa mientras descansábamos y repasábamos el botín. Seguro que éste le gusta R., dijo M. observando un libro azul, creo que es muy de su estilo. Éste es para C., le dije yo extendiéndole un volumen de portada verdusca. Ah, mira, sin querer queriendo agarramos uno para I., le va a encantar, es de su autor favorito. Una canción de nuestro pianista favorito, el señor Bill Evans, sonaba al fondo. Las nubes habían cedido su espacio a las estrellas, como el sol a la luna, y todo parecía estar en el lugar correcto.

Volvimos a casa y terminamos nuestras actividades con un clásico: palomitas y cacahuates frente a la televisión. Vimos los programas de detectives que nos gustan más y nos reímos de las imposibilidades obvias que presentan. Una cerveza más para agarrar sueño. Y el día con M. terminó como había comenzado...

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