Me tuvo cautiva por tres días y tres noches, en la penumbra del salón, con sólo una pequeña lámpara alumbrando a sus herrumbradas palabras. Lo leí y lo leí como si mi vida terminara con el punto final de su última oración. Me habló de celos, de amores sin barreras y de pasiones fugaces. Le creí cada palabra. Ilusa. Le tuve paciencia durante sus cavilaciones descriptivas, mientras él intentaba recordar cómo era qué, yo seguía sus desvaríos con las pupilas. El sillón me hizo un espacio entre el frío del salón. Los libros de los estantes me hablaban, buscaban engatuzarme con sus títulos pomposos y sus autores renombrados, esperanzados en que dejara mi cárcel de letras para atiborrarme de ellos. Todos ellos. Sus susurros no causaron mella en la fascinación de que era presa. Sus desgastadas páginas pasaban como olas, una a una en cuestión de instantes. Pequeños instantes. Me bebí los capítulos, hasta el último. Quedé hipnotizada por la soltura de su narración y el desprendimiento de sus imá...
Conversaciones en el vacío de muchas voces.