Había una vez una niña que veía a la luna todas las noches desde la ventana de su cuarto. Se asomaba mientras la noche era más oscura alrededor del astro, observaba plácidamente cada recoveco y soñaba con volar.
Mira, luna, luna, luna,
a la niña que te mira y te sonríe.
Mira y platica con tus labios de nubeluz.
Escucha con tus estrellas...
Mira, luna, luna, luna,
que ella ni se va ni se aburre,
que te abraza desde abajo con los ojos,
que te atesora en los dientes,
que te toma prestados pedacitos de sol.
La niña miraba y platicaba con la luna cuando sus padres y su hermana se iban a dormir, le contaba toda clase de cosas. Le hablaba de su abuela que le decía que se para derecha, de su padre que la regañaba por poner los codos sobre la mesa y de su madre que le peinaba la melena enmarañada con cariño por las mañanas. Le decía que cuando fuera grande encontraría la manera de llegar a la luna y traer un pedazo con ella para dárselo a sus hijitas, que tendría muchas.
Un día, la niña tuvo que irse de viaje, cambiar de país. Miró a la luna desde su ventana por última vez y le dijo entre lágrimas que no quería dejarla de ver. Se quedó dormida mientras sollozaba y le pedía a la luna que no la dejara irse. La luna, siempre serena, siempre atenta, siempre maternal, bajó y le dijo al oído con sus labios de nube "no importa a donde vayas, no importa con quién estés, cada vez que mires al cielo de la noche estaré contigo, porque donde quiera que estés, estoy yo y siempre soy la misma". La llevó a su cama con sus brazos de luz y la arropó.
Tres meses, tres días y tres noches la niña y su familia estuvieron vaiajando, cruzaron bosques, ríos y mares, cambiaron autos, lanchas y barcos. Por entre las olas del mar, la niña veía a la luna mientras navegaba, observaba el reflejo que bajaba y subía entre las aguas, que parecía ahogarse a momentos y salir a flote de nuevo. Platicaba con ella, cada vez más quedito, sin que nadie se diera cuenta. Era su secreto, todo lo que le decía a la luna era sólo entre ellas. Las noches de luna nueva, la niña lo sabía bien, el astro descansaba, dormía pacíficamente entre las estrellas que la cubrían de calor y despertaba poco a poco.
El otro país era parecido al primero, la niña no entendía mucho la diferencia, las calles estaban hechas de la misma manera, la gente hablaba el mismo idioma. Pero éste... este país era verde, lleno de plantas de distintos tipos por todos lados, de animales curiosos y vocablos nunca antes oídos. Todas las noches, la niña y la luna conversaban sobre nuevos descubrimientos: los cocodrilos del arroyo cerca de la escuela, las flores púrpuras del árbol del parque, los botones coloridos de la fábrica, las clases inentendibles de Don Melitón que parecía andar siempre de malas... La luna escuchaba las palabras de la niña mientras la niña crecía.
Un día, cuando los años habían pasado y la niña ya no lo era más, la luna escuchó por primera vez el nombre de un muchacho en sus pláticas nocturnas. Se llamaba Emilio... La luna no entendía mucho de eso, ella nunca había tenido novio, no conocía muchachos y las relaciones amorosas estaban fuera de su alcance. Pero escuchó tranquila mientras la voz de la niña se iba callando hasta convertirse en un murmullo telepático. La niña se había convertido en mujer, luego en esposa y estaba a punto de ser madre por vez primera cuando la luna decidió hablarle de nuevo al oído, esta vez la niña dormía junto a su esposo con la mano apoyada en la panzota que cargaba a su primer hija. La luna le dijo: "te daré un pedacito de mí por cada hijo que tengas, se lo regalarás a ellos y ellos se lo darán a sus hijos... y cada uno lo pondrá en sus ojos, así, cada vez que volteen al cielo, verán todos la misma luna".
La luna ha pasado ya a mis manos, tengo un pedacito que guardo bien conmigo, muy cerquita de mí. Un pedacito que Luz me dio el día en que nací, a través de mi ma. Un pedacito que admiro por el cristal de mis ventanas de bolsillo y que siempre es igual al pedacito de luna que ella observa desde su ventana cada noche.
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