Nací, me contaron, un día lluvioso de junio en una ciudad
lluviosa de las montañas que olía a café y caña de azúcar. Me pusieron un
nombre femenino que hacía juego con el día de mi nacimiento, yo no lo elegí y
ya desde ahí partimos mal. Mi piel, clara como papel cebolla, mi pelo, lacio y
fino como fibra de cristal. Eres bonita, me dijeron, y algo ahí no me sonaba a
lo que debía sonar. Sepa la bola qué era eso. Sepa la bola a qué hubiera
querido yo que me sonara. Pero algo, algo me parecía inconexo.
Bonita, decían elles, les otres.
Otres que no eran yo, claro.
Bonita, y sonreían, y así dicho me parecía que esa palabra
designaba algo lindo que elles pensaban de mí. Así, como una opinión amable,
“bonita” no me sonaba tan peor. Pero algo en la palabra nunca conectaba, sonaba
lejano, extraño, incómodo, como un mote que no acaba de sentarte bien.
La libertad de ser. La ropa, los zapatos, los juguetes, los
juegos, la tele, la música, los disfraces. El mundo que era un infinito de
posibilidades en donde yo podía ser algo distinto cada día, cada segundo.
Manchaba mi cara de colores, mis dedos de pintura, aventaba canicas por las
pistas de carritos, armaba cosas imposibles con piezas coloridas, tenía
aventuras imaginadas donde yo era yo y era otros y éramos muchos al mismo
tiempo.
Pero esa libertad no dura para siempre.
Los años pasaban. Mi cuerpo cambiaba.
“Bonita” empezó a convertirse en otras cosas, guapa, por
ejemplo. La mirada de los otros se posó como un yunque sobre mí y me sentí aún
más lejos de las palabras con las que ellos me denominaban. Adiós a las
bermudas, las playeras anchas, los pantalones holgados. Adiós a los juguetes de
armar, los rompecabezas, los libros de viajes fantásticos. Había que crecer ya.
Y “crecer” fue lo que hice. Adaptarme, en realidad. Cree una
máscara, una tras otra, para pretender pertenecer a una nueva vida con un nuevo
cuerpo, casi ajeno, a unas nuevas personas, otras, que no entendían (ni querían
entender) quién demonios era yo. Hice personalidades que quedaban bien con el
entorno, que eran capaces de moverse entre las palabras de les otres para
hacerse invisibles, intocables. Era tiempo ahora de pintarse las uñas,
maquillarse el rostro, vestirse de mujercita y querer ser bonita.
¡Al carajo!, yo nunca quise ser bonita.
Me repetía con deseos de gritar.
Yo quería mi vida más simple. Quería quedarme con mis
libros, mis historias, mis formas de amar, de ser, de vestir, de hablar, de
escribir. Yo quería crecer y ser los adjetivos que a mí me daba la gana. Quería
ser inteligente, interesante, capaz, amable, elocuente, consciente. Yo no
quería ser bonita. Ya eso me sonaba chiquito, demasiado chiquito para mí y mis
máscaras, como un molde de pan que yo había desbordado desde el momento en que
pisé la tierra.
Pero la vida pasa.
Hay que adaptarse, me dijeron.
Te toca ser lo que el mundo espera que seas, porque te ves
así y asá, pareces tal o cual, o como sea. Las convenciones sociales, el
bullying, la repetición cansada, aburrida, tediosa de cómo hay que ser para no
ser rechazado constantemente por el mundo. Ya ves. Quítate un cacho de aquí, te
sobra eso de allá, no es suficiente aquello, ni esto otro tampoco. Y poco a
poco se fue mellando el individuo que decía el espejo que yo quería ser, se fue
perdiendo detrás de las fachadas autoimpuestas por la adaptación.
Adaptarse o morir.
Ser como ellos o perecer en el intento.
Esas sentencias me han colmado los oídos y se me han quedado
grabadas en la sangre como un gen más. Me han perseguido, me han dolido, me han
vulnerado, a grado tal que ya no sé dónde empiezan las voces de elles, de les
otres, y dónde ha quedado la mía.
He tenido que adaptarme.
Y no he muerto. Aún.
No he muerto, pero he quedado una pieza pequeña de un
rompecabezas hecho trizas en el que se leen palabras ajenas en tintas
chillantes que sobresalen de las yo he escrito sobre mí. Sus voces se han arraigado
en las barreras que puse para no dejarles entrar. Ellos me dijeron que yo era
bonita y yo nunca quise ser bonita. Pero, pero…
Y, ¿yo?
¿Qué quería yo?
Las preguntas escapan de los resquicios de las pieles más
antiguas que he habitado, de entre las fisuras de las máscaras que creé para
adaptarme. ¿Qué quería yo? Yo quería ser. Punto. Aunque a esto le faltaban
argumentos. A esto le faltaban motes, características, descripciones
kilométricas que todavía terminan en: yo no quería ser…
No se trataba entonces de treparse a los árboles o jugar con
cochecitos, ni de preferir las muñecas sobre los balones o las canicas. No era
que mi Power Ranger favorito fueran el rojo o la rosa, o que hubiera visto
Candy Candy de principio a fin. Era que, simplemente, yo no quería que me
hicieran elegir. Yo no quería ser azul o rosa, ni usar faldas o shorts, ni
dejarme el pelo largo o cortármelo a rape.
Yo sólo quería que me dejaran seguir siendo el pirata que
navega mares infinitos, el valiente de la armadura que pelea con dragones. Ni
la princesa, ni el príncipe, ni el ogro que vive en el pantano. Yo quería que
dejaran de decirme bonita y me permitieran elegir qué quería ser yo.
Pero los años pasan.
Pero, los años pasan…
El mundo ha cambiado. Yo he cambiado. Las palabras ajenas que
resuenan en mi mente empiezan a agotar su ímpetu. Mi voz de mando se ha hecho
más fuerte. Mi voz retumba en mis adentros amedrentando a los demonios que me
persiguen desde siempre y habla con la resolución de los ya casi cuarenta.
YO NUNCA QUISE SER BONITA.
Y sigo sin quererlo. Y ahora entiendo, ahora entiendan, yo
siempre quise ser guapo… inteligente, sí, capaz, también, y elocuente, y
amable, y consciente, y empático, y paciente, y ágil (aunque para eso ya es un
poco tarde, ni modo), y querido, y comprendido, y bonito.
Yo soy… Yo siempre quise ser…
Yo siempre quise ser bonito.
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