Qué mala escusa, una piel que reconoce los poros de otra como si supiera de dónde vienen y a dónde van, una caricia que sabe exactamente cómo hacer fuego en las venas e inundarlas en ebullente carmín.
De pronto todo se hizo claro, un rayo luminoso, plateado, sutil, cálido, se posaba en sus cuerpos decorando el sudor con arcoiris vaporosos que se perdían en la niebla de un día terminal.
El ocaso platinó de repente el encuentro erótico y la luna se fundió entre las pieles palpitantes...
La aurora llegó con el primer aliento posterior al vuelo, de blanco se cubrieron los caminos recorridos, reconocidos, por las yemas que imprimieron sus huellas en esa piel antes conocida.
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