¿Alguien ha visto el final del abismo?
Sentado en su mecedora milenaria Papá Ceniza mira al ocaso. Le saludan los árboles con sus ramas bailarinas, el viento las mece. Con una sonrisa se acerca a lo lejos un niño morado, salta y ríe y se siente feliz corriendo por los aires. Ha llegado a casa. Papá Ceniza observa caer la noche sentado aún en su silla. Espera tranquilo que las estrellas le iluminen el rostro. Recuerda, con el niño morado sentado en el piso a un lado de él. Recuerda cuando era joven, una flama roja y ardiente.
- Me acuerdo - dice con su voz cansada y vieja-, de las veces en que tu tío y yo íbamos a cazar mariposas por el bosque, las atrapábamos con redes de nube y las traíamos en cajitas de cristal para conquistar a las muchachas, ellas se volvían locas con las mariposas de colores...
- ¿Qué hacían ellas con las mariposas?
- Las engarzaban en sus ropas con hilos de algodón que amarraban a una de sus patas, les daban de comer pedacitos de hoja y las dejaban volar dentro de los invernaderos, luego las dejaban libres...
- ¿cuándo? ¿cuándo las dejaban libres?
- Cuando las mariposas extrañaban su casa...
El niño morado se quedó pensativo viendo al sol ponerse, pero no preguntó más. Él conocía la tradición de las mariposas, muchos años atrás los chicos atrapaban mariposas para regalar a las chicas que les gustaban, ellas las tenían uno o dos días y las dejaban ir, decían los mayores que si la mariposa no se iba al segundo día era porque su dueña había encontrado al amor de su vida. Eso, claro, al niño morado le parecía una cursilería, no le interesaba en lo más mínimo pensar que una mariposa podía decidir su vida por él.
Papá Ceniza se quedó callado por unos minutos. El sol terminó de ponerse y una luna menguante brilló a lo lejos como la sonrisa de un gato burlón. La luz de las estrellas iluminó la cara del viejo, se veía aún como una joven flama.
Sentado en su mecedora milenaria Papá Ceniza mira al ocaso. Le saludan los árboles con sus ramas bailarinas, el viento las mece. Con una sonrisa se acerca a lo lejos un niño morado, salta y ríe y se siente feliz corriendo por los aires. Ha llegado a casa. Papá Ceniza observa caer la noche sentado aún en su silla. Espera tranquilo que las estrellas le iluminen el rostro. Recuerda, con el niño morado sentado en el piso a un lado de él. Recuerda cuando era joven, una flama roja y ardiente.
- Me acuerdo - dice con su voz cansada y vieja-, de las veces en que tu tío y yo íbamos a cazar mariposas por el bosque, las atrapábamos con redes de nube y las traíamos en cajitas de cristal para conquistar a las muchachas, ellas se volvían locas con las mariposas de colores...
- ¿Qué hacían ellas con las mariposas?
- Las engarzaban en sus ropas con hilos de algodón que amarraban a una de sus patas, les daban de comer pedacitos de hoja y las dejaban volar dentro de los invernaderos, luego las dejaban libres...
- ¿cuándo? ¿cuándo las dejaban libres?
- Cuando las mariposas extrañaban su casa...
El niño morado se quedó pensativo viendo al sol ponerse, pero no preguntó más. Él conocía la tradición de las mariposas, muchos años atrás los chicos atrapaban mariposas para regalar a las chicas que les gustaban, ellas las tenían uno o dos días y las dejaban ir, decían los mayores que si la mariposa no se iba al segundo día era porque su dueña había encontrado al amor de su vida. Eso, claro, al niño morado le parecía una cursilería, no le interesaba en lo más mínimo pensar que una mariposa podía decidir su vida por él.
Papá Ceniza se quedó callado por unos minutos. El sol terminó de ponerse y una luna menguante brilló a lo lejos como la sonrisa de un gato burlón. La luz de las estrellas iluminó la cara del viejo, se veía aún como una joven flama.
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