Parada frente a la lluvia, detrás de la ventana del cuarto azul, observaba las gotas resbalar en el cristal. Miraba con atención los surcos de agua como si fueran a descubrirle el hilo negro de la vida. La mujer de negro se asombraba de los golpes de cada gota como si cayeran sobre ella en vez de repicar en el vidrio. El hombre azul yacía solo en la cama, dormido. Intimidada por la desfachatada desnudez de su amante casual, la mujer de negro usaba la lluvia citadina como refugio. Quería huir entre las aguas desbordantes de las calles, fluir con ellas hasta el mar y desaparecer como la mujer verde entre la espuma de las olas. Pero no podía, sus ataduras al mundo urbano eran demasiadas, demasiado hondas, demasiado pesadas, demasiado represivas.
Miró de soslayo al hombre azul, se apretó la bata para cubrir la desnudez propia, como queriendo omitir el acto sucedido, como negándolo en la conciencia. Suspiró queriendo olvidar el pecado reciente. Miró a la lluvia de nuevo, "lávense los pecados y las penas con el agua que cae y lleva todo consigo... lávense y olvídense". Se quitó de la ventana sólo para tomar un vaso de agua de la mesita de noche. No alzó la vista, prefirió mirar al libro que esperaba ser leído, a la lámpara apagada, al reloj despertador. Tomó el libro junto con el vaso y se sentó en una silla que tenía frente a la ventana. Aprovechó la luz de afuera para leer tranquilamente mientras sorbía el agua del vaso.
Las horas de la madrugada murieron una a una tras las páginas del libro que la mujer de negro leía absorta. Las agujas del reloj se movían con un lejano golpeteo de engranes. El vaso de agua había sido rellenado dos veces más por la jarra que permanecía junto a él taciturna en la mesita de noche. El hombre azul no había dado señales de vida, su pecho se contraía y se expandía, pero su psique parecía inerte. La mujer de negro, mientras tanto, ocupaba su mente para navegar en un mundo ficticio muy alejado de aquel cuerpo azul.
La luz del día alcanzó las pupilas negras que se contrajeron dolorosamente. El desvelo había tomado presa a la mujer de negro, causándole un severo dolor de cabeza que sólo una dósis de pastillas y café podría remediar. Se levantó de su silla, dejó el libro de nuevo en su lugar habitual. Fue directo a la cocina, puso el café y abrió el refrigerador para alcanzar una bebida energética. La sirvió en el vaso de cristal que de pronto tomó un color anaranjado fluorescente casi inorgánico. Fue al baño, abrió la gaveta de abajo del lavamanos y sacó una botellita de pastillas. Dos píldoras blancas bajaron por su garganta con dificultad, empujadas por la bebida energética.
Ah, la televisión enajenante... Prendió el aparato con el control remoto y se acurrucó en el sillón, dejó el vaso de color psicodélico en la mesita de centro. Surfeaba los canales indecisa, se detenía por breves segundos aquí y allá esperando encontrar una imagen sublime. Nada. Caricaturas infantiles, programas de chismes, documentales irrelevantes... Nada...
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