Un día de verano cuando las nubes circulaban el cielo anunciando tormenta nocturna, me desperté temprano. El gato gris se subió a mi cama y se acurrucó en mis pies mientras yo intentaba volver a soñar. Cerré los ojos a una hora indeterminada de la madrugada y esperé paciente... esperé y esperé y esperé... el sueño se había ido ya. Me levanté casi una hora después, con el ojo pelón, y preparé el desayuno. El gato gris aún dormía sobre mis cobijas. Me senté frente a la computadora y bebí mi taza de café lentamente. Las horas del día pasaron lentas, hice lo de siempre, fui a trabajar, volví a casa para comer tarde, chequé mis correos, leí un libro, vi una película en la televisión y me fui a la cama con ganas dormir. Vino el sueño, pero no el que esperaba. Vino uno ligero y sin gracia, uno como de siesta. Dormí, pero no soñé. Otra vez desperté muy temprano, el gato dormía a mis pies con la pesadez de un dormir y soñar, lo vi y suspiré, eso quería.