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La decadencia del hombre azul

Empezó a sentirlo la mañana del 3 de diciembre. Habían corrido los meses a su lado desmejorándole la salud poco a poco y ahora se sentía inminente. El hombre azul miraba el ocaso de un día de enero junto al término de su propia vida. Se sentía acabado, desgastado por las oleadas constantes de ira, inseguridad y odio que habían asaltado a su cuerpo desde incios del año pasado. Ahora estaba tirado en una plazuela desierte sin ánimos de moverse, agazapado en su propia sombra cual animal herido. Su corazón palpitó de pronto con esa rapidez que le aceleraba los pensamientos. Lo deseaba ahora, lo necesitaba AHORA. Su cerebro le gritó a su cuerpo que se levantara y comenzará a andar.

K había desaparecido, después del accidente automovilístico que él había provocado, jamás había vuelto a verle el rostro. K sabía muy bien cómo hacerse pasar por fantasma. El hombre azul recordaba aquellos momentos en que K había aparecido de improviso y se había esfumado al segundo siguiente sin dejar rastro de su presencia. Era usual en su persona que nadie observara sus movimientos. Pero el hombre azul no tenía miedo, sabía que si K regresaba a buscarlo era solamente porque había encontrado la forma de destruirlo y, afortunadamente, su propio cuerpo había ya encontrado el veneno perfecto para matarlo: sangre ajena.

Se incorporó en el escenario vacío, respiró hondo y alzó los ojos en llamas al cielo pacífico del atardecer. Se aseguró de traer el cuchillo consigo. Ese que aún estaba impregnado de la sangre de Rojo. Acertó un par de pasos somnolientos en el pasto. Miró hacia el frente buscando a su próxima víctima pero no encontró a nadie. ¡Baf! Tendría que salir a cazar. ¡Qué divertido! Sonrió mostrando todos los dientes.

Daba pasos pesados, amplios y sonoros. Buscaba establecer su presencia en la nada casi absoluta que lo rodeaba. Salió a la calle. El bullicio de los autos y las personas asaltó sus sentido obligándolo a trastabillar. Respiró hondo, tomó fuerzas, irguió la espalda y limpió sus ropas. Quería parecer una persona normal. Se adentró a la jungla de asfalto buscando a la presa perfecta. Olisqueaba conciensudamente el aire impregnado de olores varios intentando encontrar la escencia de esa sangre que querría derramar más adelante.

Pasó por un banco, un restorán y una escuela con los ojos cegados por la sed. Por fin, a lo lejos en un cruce peatonal, pudo oler el perfume de una mujer que atrajo sus sentidos. Era delgada, bajita, con el cabello oscuro recogido en una larga cola de caballo, iba vestida con un abrigo beige y unas botas color chocolate que la cubrían hasta las pantorrillas, traía una bufanda verde claro que ondeaba al ritmo de sus pasos. El hombre azul volvió a mostras los dientes, esta vez con toda la malicia que pudo conseguir. Se fue acercando a ella poco a poco, sin ser detectado.

Alguna vez, el hombre azul había sido metódico. Sus asesinatos habían tenido la premeditación y la delicadeza de un asesino que se toma en serio su trabajo. Ahora no pensaba en ello, quería sangre y la buscaba por cualquier medio, además, había dejado escapar a K. Pensó, por un breve instante, en su primer víctima: el Niño de Oro. Él había muerto de la forma más hermosa, perdido en un sueño, distanciado de los horrores de la realidad eterna, tan tranquilo, tan bello. Al terminar todo, sólo había quedado sobre el sofá un envase de carne desposeído de toda sustancia. El hombre azul deseó hacerlo así una vez más... Pero no había tiempo, el ansia le corría por las venas y le había envenenado las neuronas, demasiado tarde para remembranzas. Quiero sangre.

La chica de la bufanda verde entró a un café. El hombre azul siguió de largo y buscó un lugar donde quedarse hasta que ella saliera. La sed empezaba a irritarle los pensamientos. Quiero sangre. Necesitaba saciarla inmediatamente u olvidarlo todo por completo. Paseó la mirada por la calle para ver si algo más se le antojaba, pero no hubo nada que pareciera poder satisfacer sus deseos, nada como la chica de la bufanda verde. Miró el reloj que pendía de un balcón cercano, las siete y media. No era que el tiempo fuera realmente importante, simplemente no quería pasarse horas sentado en las escaleras de las casas ajenas esperando a la chica. Volteó al cielo, estaba despejado.

Sin saber por qué, mientras vagaba por pensamientos inconexos, recordó a la mujer de negro. Su silueta, su cuerpo desnudo, su cabello lacio y largo que cubría sus pechos por el frente. Recordó su risa. Sintió un nudo en la garganta. No era llanto. No era tristeza. Era una especie extraña de necesidad que se propagaba con rapidez por sus miembros, se apoderó de él y lo hizo sollozar como un niño hasta que la ira volvió. Tornó los ojos hacia el café y pudo jurar que la mujer de negro estaba sentada frente a la chica de la bufanda. Ella no se me escapó, la dejé ir, así debía ser.

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